Ahora, por ejemplo, con motivo de la negociación sobre los presupuestos generales del Estado, los dos partidos que forman el Gobierno de la nación, el PSOE y Unidas Podemos, parecen haber llegado a un acuerdo para topar, en unos meses, los precios de los alquileres porque, en su opinión, el nivel que han alcanzado impide el acceso a la vivienda de las clases sociales menos pudientes.
Esta aseveración está muy alejada de la realidad, porque, con motivo de la pandemia y de la crisis galopante que vive el país, los precios de los alquileres están bajando aceleradamente. Todos los llamados pisos turísticos o de conveniencia han dejado de estar disponibles en el mercado, debido a la recesión que azota a Europa y a la caída en picado de visitantes extranjeros, de manera que estos inmuebles tratan a duras penas de resituarse en el mercado a precios atractivos para captar nuevos clientes. Otros propietarios han decidido aprovechar las circunstancias, con unos tipos de interés negativos, para renunciar al alquiler y poner sus pisos a venta a la espera de las oportunidades que ofrece la barra libre de liquidez.
Y en cuanto a las viviendas dedicadas al alquiler ordinario, muchos de los dueños han negociado a la baja los precios para conservar los contratos en vigor, y otros, los que siguen deseando arrendar sus propiedades, están adaptándose a las nuevas circunstancias con precios más asequibles.
Todo este desarrollo espontáneo de los acontecimientos, al calor de las circunstancias cambiantes, demuestra con claridad que el mercado funciona y se ajusta a las condiciones del momento. Por eso no se entiende que el Gobierno quiera perturbar el funcionamiento natural de la vida económica tratando de regular los precios del alquiler. Esta es una inclinación que va en contra del derecho a la propiedad privada, consagrado en la Constitución, y a la consecuente libertad de negociación entre los ciudadanos. Por el contrario, la obligación del Estado en estas circunstancias es proteger y defender este derecho a toda costa, no vulnerarlo esgrimiendo un bien común a todas luces discutible.
La limitación de los precios de los alquileres producirá efectos opuestos a los deseados. Contraerá la oferta de vivienda susceptible de ser arrendada y provocará un aumento de la economía sumergida, así como una menor calidad de los asentamientos disponibles. Por último, también perjudicará a las clases más necesitadas y débiles de la sociedad, discriminándolas negativamente, todos ellos efectos justamente contrarios de los que los políticos dicen perseguir.
La eventual intervención arbitraria y desafortunada en el mercado inmobiliario tendrá además la consecuencia adicional nociva de disuadir la inversión exterior, que tanto necesita el país en los momentos que corren. Provocará una huida del capital privado que tanta falta nos hace y puede complicarnos -algo que sería mucho más grave- la recepción de los 140.000 millones comprometidos en fondos comunitarios, la mitad de los cuales está condicionada a que el Gobierno prosiga con las reformas estructurales, no a que promueva políticas regresivas de signo contrario, incompatibles con la liberalización del sistema económico.
La tentación intervencionista no es patrimonio de este Gobierno, ni del signo político que lo preside. Por eso mismo, sería muy conveniente atender a los resultados a que han dado lugar intentos parecidos. Y todos son tan elocuentes como desaconsejables. La experiencia de algunas capitales europeas en las que ya se han producido ensayos similares son palmarias. En París, por ejemplo, la limitación de los precios de los alquileres no sólo no consiguió evitar su subida, sino que impulsó la economía sumergida y el correspondiente fraude, circunstancias hasta entonces inéditas en la ciudad.
En el caso de Berlín, la congelación de las rentas durante cinco años ha provocado reducciones de la oferta de alquiler de hasta un 30% y subidas de precios en la misma línea, acompañados de pagos con dinero en negro. La enseñanza de estos experimentos desafortunados es que topar el precio de los alquileres, y que la reducción de la rentabilidad consiguiente, disminuye el parque de alquiler, impulsa su carestía en la práctica y deviene en una menor calidad de los bienes disponibles ante la falta de incentivo alguno para que los propietarios atiendan y mejoren la confortabilidad y la calidad de sus bienes en oferta.
Contra lo que dicen algunos partidos políticos, no es verdad que el parque de alquileres en España esté en manos de grandes fondos de inversión, los llamados fondos buitre. Estos apenas atesoran un 15% del mercado, y además -también en contra de la doctrina dominante-su contribución durante la crisis ha sido extraordinariamente favorable, pues ha ayudado a establecer un suelo de precio sobre el alquiler que ha beneficiado al 85% de los propietarios, que son personas individuales de carne y hueso, para los que el arrendamiento es una fuente primordial de ingresos, un sostén irrenunciable para conservar su modo de vida y una garantía al estilo de una pensión pública.
Por eso topar el precio del alquiler sería, genuinamente, un ataque en toda regla al modo de subsistencia de la mayoría de los propietarios, que desde luego no pertenecen a las clases pudientes. El tope al alquiler golpeará masivamente a los particulares, y es absolutamente desaconsejable que el activismo social que predican algunos partidos se ensañe con ellos. Los llamados movimientos sociales están llamados a defender el bienestar de los individuos, que no son peores por tener un piso en propiedad; y, a la vista de la experiencia internacional, es muy desaconsejable que actúen según criterios políticos partidistas que en nada benefician el interés común.
En España, y hasta el momento eventualmente infausto en que se imponga una ley general de control de los precios de los alquileres, sólo Cataluña se ha atrevido con esta iniciativa. La ley catalana de medidas urgentes en materia de contención de rentas en los contratos de arrendamientos de viviendas, aprobada el pasado 9 de septiembre, entró en vigor 13 días después. Pero esta norma ya sido recurrida por varios partidos políticos ante el Consejo de Garantías Estatutarias de la Generalitat -que advirtió de que varios de sus artículos están lejos de las competencias autonómicas- y acabará en breve en el Tribunal Constitucional por la sencilla razón de que atenta contra el derecho a la propiedad privada, a la libertad de contratación entre las partes y porque socava la economía social de mercado igualmente reconocida en la Carta Magna.
Como ha explicado el economista José Luis Feito, en casi todos los países desarrollados ha habido intervenciones de entes locales o regionales para limitar el precio del alquiler en alguna u otra ciudad o región, siempre con resultados negativos de intensidad proporcional a la diferencia entre el precio de mercado y el precio regulado. Lo que hasta ahora no ha ocurrido, y esperemos que finalmente no suceda en España, es una limitación de alquileres en todo el país como pretende el Gobierno. Un atentado tan grave e insólito contra la propiedad privada, ya de por sí dañada por la desprotección frente a los okupas, acarrearía una huida de capital privado no sólo del mercado de la vivienda sino del conjunto de la nación. De manera que, como tantas otras veces, una ley auspiciada aparentemente por los mejores deseos y propósitos del mundo tendría unos resultados absolutamente contrarios a los declarados y unas consecuencias muy desagradables y onerosas.
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