Algunos expertos presididos por el mejor ánimo también son optimistas. Piensan que constituyen la máxima oportunidad de modernización de la economía española en décadas. En su opinión, los ingentes recursos europeos harán posible una reorientación de la economía sin parangón desde la feliz entrada en el proyecto europeo común.
¿No cabría ser bastante más cautos y prudentes? Para empezar, los fondos europeos, que en el caso de España ascenderían a 140.000 millones, la mitad de ellos condicionados, todavía no han recibido el visto bueno definitivo. Algunos países como Hungría o Polonia, que deben dar su obligada aprobación, se muestran reticentes ante el intento de la Comisión de Bruselas de vigilar sus políticas en relación con el Estado de Derecho, una cuestión sin duda ardua y compleja, pues en esos países digamos díscolos gobiernan partidos que han ganado limpiamente las elecciones y cuentan con el respaldo mayoritario de la opinión pública.
Pero en lo que respecta a las cuestiones estrictamente económicas, sería ilusorio confiar la recuperación de la economía nacional a la recepción de unos fondos que vendrán a plazos y que tendrán que sortear múltiples dificultades, entre ellas la de ser asignados fehacientemente a programas de inversión que Bruselas considere útiles e idóneos para modernizar el aparato productivo. Otros expertos a mi juicio más cabales opinan que, como máximo, la inyección de recursos comunitarios podría aportar un máximo de cuatro décimas al crecimiento del PIB, a todas luces insuficiente para enjugar la pérdida dramática de actividad debida a la pandemia.
Para ellos, igual que ha sucedido siempre, la clave de bóveda para que una economía prospere es la generación de expectativas favorables, la inducción de confianza en la higiene de las cuentas públicas y la ambición de las políticas estructurales que se desplieguen. Es decir, la implementación de una política fiscal que favorezca la actividad empresarial y el ahorro privado, así como que profundice en la libertad de comercio y en el mercado único. Es como poco discutible que España vaya en la buena dirección en estos aspectos tan cruciales. Al contrario de la reducción de impuestos que está impulsando la mayoría de los países europeos, el propósito de nuestro gobierno es subirlos.
En contra de la flexibilidad laboral a la que se han apuntado desde hace ya mucho tiempo la mayor parte de nuestros socios europeos, parece que la intención del Ejecutivo es introducir rigideces en el mercado de trabajo, reforzando la negociación colectiva, disuadiendo la capacidad de interlocución directa entre empresarios y trabajadores y ampliando las facultades de las centrales sindicales.
Por último, en lugar de avanzar en la resolución de uno de los problemas endémicos del país como el sistema de pensiones, la decisión de aumentar deliberadamente su poder adquisitivo, aún con una inflación en mínimos históricos, parece de poca ayuda para la sostenibilidad futura del modelo.
Otra de las circunstancias que invita ser comedidos sobre la influencia determinante de los recursos que lleguen de Europa es la descomposición actual de las cuentas públicas de todos los estados miembros de la UE. Es verdad que, debido a la pandemia, las reglas fiscales del tratado de la Unión se han suspendido, permitiendo a los gobiernos incurrir en déficits gigantescos sin que, gracias a la asistencia permanente y sin límites de liquidez que proporciona el Banco Central Europeo, esto haya tenido de momento consecuencias sobre las primas de riesgo que padecen los países a pesar de sus desequilibrios monumentales.
Pero esta no es una situación que pueda ser sostenible en el tiempo. Si es verdad que por fortuna la vacuna contra el Covid 19 empieza a ser efectiva a comienzos del año próximo, y que esto permite la apertura acelerada del tejido productivo de los países; que Alemania, Francia e incluso Italia, estados que parten de una posición más ventajosa que la de España, empiezan a crecer, Bruselas no tardará en solicitar programas de consolidación fiscal para ir reduciendo más pronto que tarde los quebrantos causados por la pandemia, que son una bomba de relojería a medio y largo plazo para el proyecto comunitario.
Esto quiere decir que España no podrá gastar alegremente los fondos comunitarios, salvo que vayan dirigidos a fortalecer la modernización digital, la transición energética y a aumentar la productividad del país. Adicionalmente, este impulso fiscal tendrá que ser compatible con la reducción del gasto público ineficiente a fin de ir devolviendo los niveles de déficit a sendas soportables.
El tercer problema que tienen los fondos europeos, que bienvenidos sean, es el de la gestión. Nunca España se ha enfrentado a un reto de tal envergadura, y en el caso de los que ha tenido que digerir antes lo ha hecho de manera muy mejorable y con resultados igualmente inciertos. De hecho, las diferencias en el propio seno del Gobierno sobre quién tendrá la responsabilidad final en la asignación de los recursos es una llamada de atención sobre los eventuales conflictos para la asignación eficiente de los recursos.
De igual modo, el vendaval de competencia que se ha desatado entre los grupos de interés, las consultoras de todo signo, los ‘lobbies’ y las propias empresas por intermediar o por captar esta nueva inyección de liquidez, en un momento en el que las compañías están exhaustas y el sistema productivo hace aguas, debe alertarnos sobre el riesgo de clientelismo político que entraña la disposición de esos recursos públicos, una tentación que habría que evitar a toda costa.
Una buena idea sería organizar una comisión técnica de expertos dirigida por un independiente de prestigio, al estilo de las que se han constituido en Italia, en Francia, en Alemania, y que es costumbre secular en los Estados Unidos, eligiera los proyectos más aptos para obtener la mayor rentabilidad público-privada de los nuevos fondos. Esta comisión no sólo debería estar compuesta por economistas sino fundamentalmente por financieros, gente del mundo de los mercados e inversores acostumbrados a lidiar con una cuenta de resultados, con experiencia en la asunción de riesgos y con una dilatada trayectoria en la dirección de negocios.
Por respeto a la lógica democrática, sería el Gobierno el que elegiría los proyectos finalmente destinatarios de los recursos, pero en un marco de transparencia total a efectos de disipar cualquier riesgo de amiguismo y de arbitrariedad, de cara a lograr el objetivo de aumentar el PIB potencial de la economía española, asediada por una crisis sin precedentes y necesitada urgentemente de un revulsivo.
La conclusión es que aunque los fondos lleguen según lo previsto por la Comisión Europea para los países miembros, en función del quebranto que ha ocasionado a cada estado la pandemia, están bastante lejos de ser un Plan Marshall, a diferencia de lo que se ha vendido propagandísticamente aquí y en otros lugares; que plantean un desafío colosal de gestión para el que estamos insuficientemente preparados, que entrañan riesgos de complicidades indeseables que habría que conjurar desde el primer momento, y que no evitarán en caso alguno los ajustes fiscales a que están emplazadas las economías del Continente ni las reformas estructurales que convienen y que son ineludibles para salir del marasmo a que nos ha abocado la pandemia cruenta.
Es verdad que los fondos constituyen un motivo enorme de esperanza, y que pueden ayudarnos sin duda a remontar el precipicio en el que se ha hundido la economía. Pero tampoco los sobrevaloremos. Dadas las circunstancias de financiación actuales, a tipos de interés negativos, hay liquidez internacional de sobra para apostar por proyectos de inversión si estos son suficientemente sugestivos y rentables. Lo que faltan, como siempre, son las ideas. Las buenas ideas capaces de persuadir a los capitalistas, y en el caso de los fondos públicos de Bruselas, aquellas buenas ideas que tengan la potencia suficiente para modernizar y reforzar el aparato productivo español. Ideas sensatas que eviten que los fondos se conviertan en un botín disputado incluso mediando el juego sucio en lugar de en una oportunidad para aumentar el potencial de crecimiento y de creación de empleo de España.