El principal perjudicado en la guerra comercial entre China y EEUU, sin lugar a dudas, es el consumidor estadounidense. Los aranceles generalizados, y en particular los dirigidos a China, acaban traduciéndose en un menor poder adquisitivo para los ciudadanos de EEUU, que deben pagar más por los mismos productos.

En el ámbito geopolítico, el mundo occidental tiende a posicionarse del lado de Estados Unidos en esta guerra comercial. Sin embargo, existen indicios que invitan a cuestionar el desenlace previsible. De hecho, el propio Donald Trump ya ha dado marcha atrás respecto a algunos de los productos importados desde China.

Actualmente, China se encuentra en una posición mucho más sólida que durante la primera guerra arancelaria. En aquel momento, las exportaciones hacia EEUU representaban más del 25% de sus exportaciones totales; hoy, esa cifra se ha reducido al entorno del 14-15%. En una economía de entre 14 y 15 billones de dólares, contar con un superávit de unos 330.000 millones sobre unas exportaciones totales de 500.000 millones hacia EEUU es negativo, sin duda, pero está lejos de ser el cataclismo que algunos anticipan. Además, la dependencia estadounidense de productos chinos sigue siendo significativa. Por ejemplo, el 50% de los teléfonos móviles vendidos en EEUU son iPhones, y el 80% de ellos se fabrica en China, lo cual explica en parte por qué Trump optó por retroceder en ciertas medidas. Lo mismo ocurre con otros productos clave: el 80% de los aires acondicionados consumidos en el mundo se producen en China, así como el 50% de los ingredientes utilizados en antibióticos. Incluso el sistema de defensa estadounidense depende de componentes chinos, como las tierras raras empleadas en los F-35.

Mientras en EEUU importantes empresarios e inversores —como Jamie Dimon, de JPMorgan— han alzado la voz contra el endurecimiento de las tensiones con China, no se ha visto la misma presión sobre las autoridades chinas por parte de su tejido empresarial. Este contraste es revelador.

Se estima que las tensiones comerciales podrían reducir el crecimiento del PIB chino en torno a un 2%, pero hay motivos para dudar de ese impacto. La última balanza comercial publicada muestra un crecimiento de más del 10%, y las previsiones para el primer trimestre apuntan a un aumento del PIB superior al 5,2%. Además, el gobierno chino tiene a su disposición un amplio abanico de herramientas: estímulos fiscales, políticas monetarias expansivas y un sector servicios con mucho margen de desarrollo. Estas medidas, ya visibles desde septiembre del año pasado, comienzan a mostrar efectos positivos en determinados sectores.

No obstante, también se observa una mayor dependencia de la deuda. China posee aproximadamente el 2,2% de la deuda estadounidense, y la posibilidad de que venda parte de esa posición se está contemplando como un factor de riesgo, sobre todo en un contexto de menor apetito por los bonos del Tesoro y de cuestionamiento del dólar como divisa hegemónica.

En definitiva, en esta guerra arancelaria parece que no hay un claro ganador. Sin embargo, es evidente que China llega mucho mejor preparada que en la anterior contienda comercial.