La denominación “green MiFID” se refiere a las modificaciones a la regulación MiFID II que introdujeron las preferencias de sostenibilidad del cliente en las actividades de asesoramiento y prestación de servicios de inversión. Estos cambios, que entraron en vigor en agosto de 2022, son parte de la batería de iniciativas del plan de acción de finanzas sostenibles de la UE. Si bien evitar el “greenwashing” no es uno de los objetivos formales de dicho plan, esta intención está detrás de toda la normativa europea en materia de finanzas sostenibles. Ello explica que una de las acciones estrella del plan de acción sea la taxonomía verde (una clasificación de las actividades que se consideran sostenibles desde el punto de vista medioambiental), así como mucha de la complejidad y carácter técnico de la regulación.
El “greenwashing”, traducido en nuestro idioma como lavado verde o eco postureo, se refiere a la comercialización de productos (en este caso financieros) como sostenibles o verdes sólo como estrategia de marketing, sin que realmente hayan variado sus características intrínsecas. La posibilidad de “greenwashing” puede impactar negativamente la credibilidad del sector y evitar que los recursos financieros lleguen a las actividades que contribuyen realmente a la sostenibilidad. De ahí la necesidad de establecer definiciones muy claras y evitar confusiones y zonas grises que puedan llevar a este tipo de actuaciones por parte de las entidades.
En este sentido, la regulación MiFID II no es una excepción. De hecho, una de las críticas que podrían hacerse a esta normativa es su compleja definición de las preferencias de sostenibilidad, basada en otras regulaciones novedosas, y por tanto muy desconocidas tanto para clientes como para una gran parte del sector financiero, como son la taxonomía, el Reglamento de Divulgación de Finanzas Sostenibles (SDFR, por sus siglas en ingles) y las denominadas PIAS en el argot del sector (término que se refiere los impactos negativos que las inversiones pueden tener en el medio ambiente o la sociedad). No vamos a entrar en el detalle de estas normas, sirva la explicación anterior para ilustrar su alto grado de tecnicismo y alejamiento de lo que había sido la práctica de mercado dentro de la inversión sostenible.
En teoría, las entidades están obligadas a incluir en los tests de idoneidad unas preguntas relativas a las preferencias de sostenibilidad. La entrada en vigor de esta normativa se produjo en un momento en que faltaba claridad respecto de su aplicación práctica y había poco producto elegible en base a las mencionadas definiciones. A ello, se unió un mal momento de mercado para los productos sostenibles, provocado por el conflicto en Ucrania, el consecuente impulso a los combustibles fósiles, un contexto inflacionario y de subida de tipos de interés, y un estado de opinión negativa hacia este tipo de productos procedente de Estados Unidos. En noviembre de 2022, unos meses después, se publicó un estudio de mistery shopping realizado por Asufin sobre una muestra de entidades nacionales representando el 83% de la cuota de mercado de fondos de inversión. Su conclusión fue que sólo una entre ellas incluía en ese momento las preferencias de sostenibilidad en su test de idoneidad, observándose una generalizada carencia de información a los clientes sobre inversiones sostenibles.
Por los comentarios que nos llegan del sector, y si bien una gran parte de los test de idoneidad ya incluyen consideraciones de sostenibilidad, parece ser que la situación de fondo no ha cambiado mucho en los últimos trimestres. Para muchas entidades, preguntar por esas preferencias no pasa de ser un puro trámite, y en muchos casos la conversación se dirige hacia desincentivar al cliente de que elija este tipo de productos. Parece que la regulación no sólo está actuando para evitar el “greenwashing”, sino que, dada su complejidad, está produciendo un efecto contrario al pretendido. De hecho, en el sector se está empezando a hablar de “green bleaching” (bleach es lejía en inglés) refiriéndose a una tendencia por parte de las entidades hacia el conservadurismo, con el fin de evitar el riesgo de ser acusadas de este tipo de prácticas.
Volviendo al tema que nos ocupa, respecto de si MiFID II ha servido para evitar el “greenwashing”, parece que ese ya no es el principal problema, sino que el desafío está en que los productos sostenibles resulten una opción atractiva tanto para el asesor como para el cliente final. A la difícil situación coyuntural de mercado, se añade la dificultad de comprensión de la regulación, que obliga a un esfuerzo adicional y una mayor labor de formación, explicación e información en el caso de las inversiones más comprometidas con la sostenibilidad. En vista de los importantes retos de futuro y de las grandes oportunidades de inversión que representa la transición hacia una economía neutral en carbono, será vital para las entidades financieras y profesionales del asesoramiento superar esas barreras.
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