La industria de los servicios de inversión está acostumbrada a reinventarse cada cierto tiempo. Las entidades viven (o mejor, sobreviven) en un entorno de constante cambio en el negocio, … regulación, tarifas, productos, competencia. Un proceso de cambio del que somos conscientes cuando miramos hacia atrás, y del que no llegamos a ver el final cuando miramos hacia adelante.
La revolución en el sector que trajo MiFID II en 2018 aportó transparencia y confianza a los clientes, pero también achicó los márgenes para las entidades e incorporó nuevos requisitos de información tanto al partícipe como al supervisor.
Por esto, desde la perspectiva tecnológica, cuando la disrupción es el estado habitual de un sector (un estado que bien se definiría con el acrónimo de la US Navy “SNAFU”, consúltenlo ustedes y opinen), no sería difícil orientar estas líneas a las capacidades de nuevas tecnologías como la inteligencia artificial o la siempre esperada, pero nunca del todo aterrizadas, tecnologías basadas en la blockchain. Esta vez no va a ser el caso.
Siendo importante mantener un ojo en la evolución de las aplicaciones prácticas de estas tecnologías, hay que ser pragmáticos. La realidad es que estamos en un sector dual en el que coexisten, por un lado grandes grupos y empresas vinculadas a entidades financieras, y por otro un gran número de las empresas de servicios de inversión con estructura de PYME.
Ambos han de buscar cómo mejorar su eficiencia operativa para afrontar el estrechamiento de los márgenes de la industria, pero desde un punto de partida y con unos recursos bien distintos. Para los primeros, incorporar nuevas mejoras tecnológicas a sus sistemas actuales es una evolución necesaria, para los segundos es una cuestión de vida o muerte.
A pesar de ello, como ocurre en muchos otros sectores, son muchas las entidades que se siguen aplicando unos bajos niveles de automatización en sus procesos o con tecnologías poco adaptadas a su actividad. Por ello, y a este nivel, antes de plantear otros desarrollos tecnológicos hay que ser realista y afianzar los pasos previos.
La decisión para estas entidades pequeñas no está en el desarrollo de grandes disrupciones tecnológicas, si no en qué parte de su cadena de procesos priorizar en la digitalización cuando los recursos son limitados, y con qué herramienta hacerlo.
Aunque ambas son decisiones complejas, al menos la primera tiene una respuesta breve: automaticemos todo aquello que no aporte a mi empresa un valor diferencial respecto al resto de mi competencia. Responder a la segunda requiere más extensión.
Una vez tengamos claro qué queremos cubrir con la tecnología, podemos entrar, con nuestra lista de deseos en la mano, en ese mundo oscuro para los no iniciados, y proclive a los cantos de sirena, de las soluciones digitales.
Aunque a veces se olvida, lo primero que hay que pedir a una plataforma tecnología es que sea robusta. Decimos robusta, no anticuada. Por lo que no debe estar reñida con su capacidad para desplegarse en entornos cloud y ser accesible a los usuarios vía web desde diversos dispositivos. La robustez viene determinada por su arquitectura y por la manera en que se estructuran y se gestionan los datos, ya que son estos la base del negocio, y serán los cimientos sobre los que haremos crecer la digitalización de nuestro negocio.
Y si queremos reducir manualidades y disponer de esos datos de forma eficiente, el siguiente must ha de ser la conectividad, la capacidad de integración de la herramienta con múltiples fuentes de información.
Y, en tercer lugar, aunque podría estar en el primero, hemos de hablar de la seguridad o, en un sentido más amplio y a medio año de la futura entrada en vigor del Reglamento 2022/2554 de resiliencia operativa digital del sector financiero (DORA), de las capacidades de la solución tecnológica elegida y del proveedor que nos la proporcione y mantenga, para garantizar la confidencialidad, integridad y disponibilidad de la información que gestionemos con la herramienta.
Así en un entorno tan incierto, hemos de ser capaces de intuir cual puede ser la evolución de nuestro negocio en el medio y largo plazo, de forma que, teniendo en cuenta que los cambios tecnológicos conllevan esfuerzos (no solo económicos) en la organización, podamos cubrir las necesidades futuras de nuestro en negocio, nuevos productos, nuevas actividades y, en este sentido hemos de evitar que la tecnología y el proveedor elegido se convierta en un corsé que nos limite, y, por el contrario, sean una palanca que nos ayude en la evolución del negocio. Ese, en definitiva, es el papel de la tecnología.
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