La situación, casi estructural, de ausencia de presión en los precios se debía principalmente a dos factores: el desarrollo tecnológico y la globalización de la economía. El primero permitía ser más eficiente en términos de coste a la hora de fabricar un bien o suministrar un servicio. El segundo impulsaba la deslocalización de la fabricación hacia cualquier lugar del mundo donde el coste de manufactura fuese más barato. Por desgracia, el pilar de la globalización, sobre el que descansaba la ausencia de inflación, ha cambiado de forma definitiva.
Todo comenzó con la guerra comercial entre Trump y Xi Jinping en 2018, que llevó a la imposición de aranceles entre las dos mayores potencias económicas del mundo. Después llegó la pandemia en 2020, en la que descubrimos el coste que tenía depender de un tercero para poder disponer de bienes de primera necesidad ante una crisis sanitaria, como puso de manifiesto la búsqueda desesperada de mascarillas, guantes, respiradores, medicamentos, vacunas, etc. Más tarde, el problema se extendió a otros productos y uno de los ejemplos más recordados es la ausencia de semiconductores, que paralizó industrias cruciales como la fabricación de automóviles o la producción de bienes tecnológicos que consumíamos habitualmente.
Luego Putin invadió Ucrania y desató una guerra que nos ha recordado la dependencia que Europa tiene de las fuentes energéticas rusas, lo que nos ha maniatado a la hora de implementar sanciones contra Rusia. A ello se suma la necesidad de tener que buscar alternativas al suministro de cereales de Ucrania, que durante décadas había sido el “granero de Europa”.
Todo apunta a que hay en proceso un cambio estructural, que viene produciéndose desde hace cuatro años, y que producirá una transformación de la globalización hacia un proteccionismo multilateral. Porque si algo ha dejado claro el último conflicto bélico es el posicionamiento internacional entre los distintos países que ha dado lugar a dos grandes bloques. Por un lado, Rusia y aquellos países que mantienen sus relaciones comerciales con Putin, como es el caso de China, India, Pakistán, Siria, Venezuela, Cuba e Irán. Por otro lado, los que han implementado sanciones en respuesta a la invasión de Ucrania, como es el caso de la Unión Europea, EE.UU., Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Reino Unido y Japón. Durante los próximos años las relaciones comerciales entre “amigos” no tendrán nada que ver con las condiciones que se impongan al “enemigo” y eso se traducirá en un coste mayor en el comercio internacional.
Durante estás últimas décadas en las que había ausencia de presiones inflacionistas, las políticas fiscales, diseñadas por los Gobiernos, y las monetarias, sustentadas por los Bancos Centrales, han sido expansivas e irresponsables. En lugar de aprovechar las ventanas de varios años de crecimiento económico sano para reducir la deuda pública acumulada durante los años de crisis, han seguido inyectando estímulos innecesarios mediante la bajada de tasas de interés y la compra de deuda pública, espoleando a los Gobiernos a ser cada vez más irresponsables y a gastar más de lo que ingresan bajo la premisa de que el dinero al cero por ciento, o en tasas negativas, y las compras masivas de bonos por parte de los Bancos Centrales creaban la ilusión de que endeudarse no tenía coste alguno. Ahora nos toca recoger el fruto de lo que hemos sembrado. Y no va a ser agradable.
Lo más probable es que en 2023 dejemos de estar obsesionados por la inflación y a cambio lo que nos quitará el sueño es el riesgo de una nueva recesión económica. Porque el lector tiene que entender que para conseguir reducir las presiones inflacionistas tendremos que estar dispuestos a hacer la “travesía del desierto”. Cuando los Bancos Centrales decidan atacar el gran problema que supone la inflación actual, lo harán subiendo el coste del dinero, es decir, el precio que pagamos por nuestros préstamos e hipotecas. De ese modo restringirán nuestra capacidad de consumo e inversión, lo que a la larga generará menor crecimiento económico. Y al haber menor demanda, los precios comenzarán a bajar, o al menos, a subir más despacio. Ante esa situación, la mayoría de las empresas que se han acostumbrado a apoyar su negocio en líneas de crédito con tipos históricamente bajos descubrirán que el incremento del coste de financiación se come sus márgenes empresariales. Y los Gobiernos que de forma generalizada se han alejado de la disciplina presupuestaria y que ahora ostentan el récord de máximos históricos de deuda sobre el PIB también descubrirán que esa deuda hay que pagarla.
Cuando las cosas se hacen mal siempre tiene un coste, y lo más probable es que ahora por intentar “saltar de la sartén” acabemos “cayendo en las brasas”.