A juicio de la autoridad monetaria americana, la estacionalidad alcista dará paso a unas subidas de precios en el entorno del 2%, antes de justificar su intención de no mover los tipos de interés próximos a cero hasta finales de 2023.


La aprobación del tercer programa de estímulo, el primero de la Administración Biden, dotado de 1,9 billones de dólares, ha generado por sí mismo un encendido debate entre economistas y analistas del mercado sobre si reaparecerá o no el fantasma de la inflación en EEUU. El volumen de los subsidios, la condición predominante de ayudas directas a ciudadanos y, en consecuencia, la enorme catapulta que esta mayor capacidad de ingresos supondrá sobre la disponibilidad de gasto de los estadounidenses a lo largo de este ejercicio de despegue de la actividad, ha hecho sonar las alarmas sobre un incremento substancial de los precios. Las expectativas de la Reserva Federal, en su último informe de coyuntura, admite este recorrido alcista. Hasta situarlas en un nivel desconocido en siete años. En concreto, en el 3,1% en febrero, como atestigua el sondeo sobre consumo que elabora la Fed de Nueva York. La cota más elevada desde julio de 2014, año en el que la economía americana alcanzó la velocidad de crucero del ciclo entre crisis, el que se inició con el credit-crunch de 2008 y culminó con la Gran Pandemia. El periodo más prolongado de prosperidad de la historia reciente de la primera economía mundial.  

La autoridad monetaria americana, sin embargo, añade paños calientes a la fiebre inflacionista. Insiste en que se trata de expectativas y que su tendencia de larga frecuencia, a tres años vista, es que el IPC se mantendrá en torno al 3% durante los próximos tres años. Y recuerda que ha seguido una estela por encima del 2% desde comienzos de los noventa, dejando entrever que la inflación no ha sido precisamente uno de los riesgos endémicos de la economía estadounidense. Un mensaje que trata también de aplicar calma a los mercados. Porque la política monetaria de la Fed se basa, a diferencia de la del BCE, dominada exclusivamente, por mandato estatutario, en el control de los precios por debajo del 2%, en otros dos parámetros igual de trascendentales: el dinamismo del PIB y la creación de empleo. Aspectos que cobran un protagonismo especial en un momento crítico para el despegue de la actividad, condicionada por la crisis sanitaria y la evolución de la campaña de vacunación, y para recuperar los, todavía, 10 millones de puestos de trabajo que se han perdido desde el inicio de la epidemia. Y que, al mismo tiempo, son vitales para que se cumplan las predicciones, cada vez más optimistas, de los empresarios en el futuro económico del país y los augurios analíticos, del mercado, que no descartan ritmos de vigor del PIB de dobles dígitos a lo largo de alguno de los trimestres de este ejercicio. 

La Fed, por tanto, no concede especial importancia, en estos instantes, al comportamiento más o menos alcista de los precios que barajan las hipótesis de futuro. La coyuntura de los próximos meses, en cualquier caso, determinará las decisiones del Comité de Mercados Abiertos de la Reserva Federal.

Aunque, de momento, incluso su presidente, Jerome Powell, ha desligado una escalada de los precios al inicio de movimientos alcistas en los tipos de interés, si bien se ha cuidado mucho de aclarar “la relativamente débil inflación” del último decenio y la ausencia de “componentes claros” de que puede revertir la tendencia y “propiciar un cambio en la gestión monetaria”. De hecho, en febrero, la Fed mantuvo inalterada su predicción de un IPC en torno al 2% hasta finales de 2023. Aun así, vigilará estrechamente repuntes inflacionistas concretos. Como los precios inmobiliarios, que saltaron un 4% en febrero, el nivel más alto desde mayo de 2014. O las alzas del gas, que aumentaron hasta el 9,6% desde el 6,2%. Por encima de la previsión del mercado. Ante las perspectivas de un crecimiento del 4,6% de los gastos de los hogares, otra vez en cotas no vistas desde 2014; en esta ocasión, desde diciembre. Y de un alza de los ingresos familiares del 2,4%. Aún tenue, pero en subida y, desde luego, a los ritmos más dinámicos desde el inicio del Covid-19. Este es el argumentario oficial de la Reserva Federal. 

A este debate tampoco le faltan detractores de la inflación que, como el ex secretario de Estado del Tesoro, Larry Summers, lo planteaba de forma gráfica en un seminario del FMI previo a la llegada de la epidemia. Las potencias industrializadas -decía entonces- no están bien preparadas para afrontar la próxima recesión. A su juicio, yerran en el diagnóstico: “la excesiva preocupación por el control inflacionista es un grave error; las subidas de precios no son, ni de lejos, el riesgo prioritario” de las grandes economías. Los asuntos más acuciantes -incidía Summers- son cómo mantener el dinamismo y alcanzar el pleno empleo. “La contracción económica sucederá y, cuando ocurra, se iniciará una carrera por recortar los tipos de interés, pero por estas decisiones monetarias no se conseguirá margen de maniobra para encender la mecha de un nuevo ciclo de negocios”. Summers lo justificaba de la siguiente manera: en los últimos 300 años, el repunte medio de la inflación mundial apenas ha sido del 1%, mientras que el precio del dinero se ha situado rozando el 5%. Y se pregunta: ¿Quién eligió el rango del 2% como cota máxima para declarar una economía en estado inflacionista? Summers no atisba alteraciones en la trayectoria del ciclo de negocios post-Covid de EEUU ni por presiones inflacionistas ni por tensiones de tipos de interés. Como, en su opinión, ha sucedido en los últimos 40 años, como acaba de señalar en The Economist. 

Una pauta que parece seguir también Powell. El presidente de la Fed lo explicaba de manera elocuente el pasado 17 de marzo: “tener las expectativas de inflación ancladas en el 2% nos da la habilidad de presionar cuando la economía muestra signos de debilidad”. Como en el primer trimestre del año, en el que los mismos cálculos de predicción de la Fed -recuerdan en Goldman Sanchs, revelan que, en los últimos años, las perspectivas inflacionistas han oscilado hacia arriba o hacia abajo apenas cuatro décimas. Hay una lectura primordial, la que habla de incertidumbre entre los analistas sobre dónde se situará el IPC a finales de este ejercicio y en 2022, aseguran sus expertos. Mientras Joseph Gagnon, del Instituto Peterson, alerta de que una subida de tipos de interés amparada en alzas de precios trastocará la confianza inversora y empresarial sobre la consolidación del despegue económico americano. 

En Wall Street también se ha acentuado la dialéctica sobre si en EEUU se avecina una nueva era inflacionista. Un repaso reciente de Bloomberg por los responsables de gestión de activos de varias firmas de inversión, muestra preocupación por el riesgo de que el IPC reconstruya carteras de capitales. La fuerza invisible de los precios, alertan desde Goldman Sachs, ha mostrado, por ejemplo, el poder de influencia en el último medio siglo de la revalorización de los combustibles. Algo que, desde JP Morgan, creen que, en esta ocasión, no tendrá efectos directos porque gran parte de las carteras se están reconfigurando hacia sectores verdes u otros boyantes como el de infraestructuras. Pimco considera que la obsesión inflacionista de los mercados es, en realidad, una estrecha vigilancia sobre los bancos centrales para determinar los objetivos de inversión en los próximos 18 meses. 

Jim Reid, director de gestión en Deutsche Bank, explicaba a Business Insider que la reapertura de la economía americana ha trasladado a los mercados la preocupación por la inflación, de igual forma que ocurrió en la crisis financiera de 2008. Diagnóstico que comparte Arend Kapteyn, de UBS, para quien estas expectativas se prolongarán inusualmente en el tiempo y dificultarán las metodologías de los modelos de predicción. Entre otras razones, porque aún persisten dudas de especial calado sobre el éxito y, sobre todo, el final de las campañas de vacunación. Aunque, por el momento, los augurios no relacionan el comienzo del ciclo económico con los periodos de la llamada Gran Inflación, de mediados de los años sesenta, y el inicio de los ochenta, en los que se sucedieron etapas de elevados tipos de interés. “Hace un decenio, tras el credit crunch, esta disyuntiva ya se generó en los mercados, con temores a que una fulgurante recuperación de las economías trajera consigo una burbuja inflacionista, pero los precios mostraron, sin embargo, un estancamiento secular”, dice Kapteyn trayendo a colación la frase de Summers con la que quiso describir la característica esencial del ciclo de negocios surgido entre la quiebra de Lehman Brothers y la Gran Pandemia: de largo, pero lento dinamismo económico, con baja inflación. 

En Pimco suscriben esta teoría. Sus previsiones fijan una aceleración del IPC americano en el 2% en los próximos meses, indicador que se reducirá hasta el 1,5% a finales de 2021. Es decir, que prácticamente no tendrá efectos el programa de estímulo de Biden sobre los precios. Pese a los 1.400 dólares de subsidios personales y los 3.600 dólares de beneficios fiscales a hijos menores de 6 años que contempla la medida. O los 350.000 millones entregados a estados y ciudades para que provean ayudas a empresas e industrias. Lo que concuerda con la idea lanzada hace unas fechas por Powell de que “estaría cómodo permitiendo una subida del IPC por encima del 2% durante un periodo sostenible”. Para Pimco, el PIB estadounidense remontará, con el nuevo combustible presupuestario -que sumado a los dos precedentes elevan el total de inyecciones monetarias de la Casa Blanca por encima del tamaño de la economía alemana (más de 5 billones de dólares), tres veces más que los desembolsos que movilizó tras la crisis financiera de 2008- entre un 7% y un 7.5%, un ritmo nunca visto desde los primeros años ochenta. Y una velocidad que supera la previsión de crecimiento de China que en S&P Global sitúan en el 6,4%.