¿Estamos ante una oportunidad única para un mayor gasto público?
La respuesta es sí. El liberalismo económico, que ha ejercido una enorme influencia sobre la creación de políticas en los últimos treinta años, ha sido desacreditado por la crisis financiera a nivel mundial. Ya no existe una ideología económica dominante. Al mismo tiempo, el papel que juegan las agencias de calificación ha perdido todo su valor. Si antes actuaban como custodias de la ortodoxia fiscal, ahora son pocos los inversores que se preocupan por sus calificaciones u opiniones.
Sin embargo, el incentivo real para crear gasto público está ligado a los tipos de interés de los préstamos, en niveles históricamente bajos, en los mercados financieros. Las condiciones de crédito a nivel mundial son las más laxas de la historia, con un rendimiento medio de los bonos del gobierno (todos los vencimientos incluidos) situándose cerca del 0,9%, nivel muy por debajo de la media del 2,30% vista en los últimos diez años. En algunos casos, la situación es aún más inusual, como en Alemania, donde más del 80% del mercado de bonos soberanos cotiza con tipos negativos.
China y Japón lideran el estímulo fiscal
Cuando hablamos de estímulo fiscal propiamente dicho, estamos obligados a hablar de Asia. Las inversiones de compañías de propiedad pública han aumentado un 24% desde principios de año en China, en lo que ha sido un movimiento para compensar la desaceleración de las inversiones privadas.
El objetivo es evitar una caída abultada, pero también acentúa la sobrecapacidad industrial y el espiral deflacionario (que, sin embargo, se ha desacelerado desde el comienzo del verano ante los altos precios de las materias primas a nivel mundial). Para limitar los efectos negativos, se han tomado nueva medidas prometedoras, entre las que se encuentran ofrecer el mismo acceso a los inversores privados a la educación y a la salud, enviar equipos de inspección para asegurar que se cumplan los proyectos, e invertir en infraestructuras en zonas rurales, donde realmente se necesita. Si estas medidas se materializaran, veríamos una mejora en la economía.
Difícilmente se pueda esperar un impacto similar del paquete de estímulo de casi 28 billones de yenes (aunque el gasto directo solo representa 7,5 billones de yenes) que fue aprobado el pasado mes de agosto por Japón. Comparado con los paquetes anteriores, no es realmente sorprendente. Probablemente llevará a un estallido provisorio de la producción industrial, pero el efecto se desvanecerá rápidamente una vez más por la actitud deflacionaria de las compañías y hogares. No es fácil poner en marcha este cambio de actitud. Hasta ahora, nada ha funcionado. Una situación similar ocurrió en Estados Unidos en los años 1930 y, de hecho, solo la guerra pudo solucionarla.
Europa: El fin de la austeridad y del objetivo del 3%
A diferencia de Japón, el Europa el riesgo de deflación no es el principal problema. A pesar de las débiles presiones inflacionarias, no hay cambios en el comportamiento de los hogares y las empresas debido a una baja inflación durante un período de tiempo bastante largo. En este contexto, creemos que la política fiscal aún puede ser efectiva.
Europa no esperó la luz verde del FMI para presionar por el estímulo fiscal. En abril de 2015, el plan Juncker se puso en marcha. Va por buen camino, ya que se han aprobado 20.400 millones de euros en proyectos (un cuarto de esta cantidad para el beneficio de pequeñas empresas y start-ups) dentro del objetivo de tres años de 60.000 millones de euros por el Comité de Inversión EFSI. Sin embargo, parece que no se están cumpliendo las promesas iniciales en términos de crecimiento.
Para acelerar el proceso, más de un tercio de los países de la Unión Europea han lanzado o tienen pensado activar algún tipo de estímulo fiscal en las próximas semanas (por ejemplo, Reino Unido y Hungría). Aun así, solo tres países tienen finanzas públicas lo suficientemente sólidas como para hacerlo: Alemania, Suecia y Austria.
Las elecciones y referéndum que se llevarán a cabo en los próximos meses en Italia, España y Austria, y en Francia en abril de 2017, inevitablemente favorecerán el estímulo del populismo y debilitarán el apetito de austeridad (o la consolidación fiscal). Por el momento, no se han aceptado los programas de estímulo de tipo keynesiano, a excepción del Reino Unido, que puede optar por una estrategia de gasto en infraestructura para superar la incertidumbre que ha dejado el escenario del Brexit.
En la mayoría de los casos, las medidas consisten en bajar los impuestos a las empresas, con el objetivo de evitar la deslocalización a Irlanda así como estimular las inversiones. El voto a favor del Brexit también fue un fuerte catalizador a corto plazo de recortes fiscales en varios países. Sin embargo, los recortes fiscales o créditos fiscales para los hogares o, por qué no, entregar efectivo a familias pobres como en Japón, podrían salir a la palestra con más frecuencia de cara a las elecciones.
El regreso de la política fiscal expansionaria pone fin a la regla del déficit del 3%. Si miramos a Italia, su PBI a precios constantes no ha crecido nada en los últimos 15 años, mientras que en España y Portugal se prevé que no cumplan con el objetivo de reducción del déficit en 2016 y 2017.
En el caso de Francia, considerando el programa económico de los principales candidatos a la presidencia de derecha e izquierda, en cualquiera de los casos, el resultado de las elecciones será la ruptura de la promesa del 3%, como ya sucedió a comienzos de los 2000. Ante la falta de una política fiscal europea coordinada, prevalece el que "cada uno reine para sí mismo".
El Gobierno de EE.UU., congelado por elección clave
El gran ausente en este debate sobre el gasto público es Estados Unidos. El rendimiento de la economía estadounidense y las próximas elecciones presidenciales no militan a favor del estímulo fiscal. Sin embargo, podemos anticipar que si Hillary Clinton ganara las elecciones, no dudaría en utilizar la palanca fiscal cuando aparezcan signos de ralentización económica. De hecho, podría sentirse inspirada por el paquete de estímulo que su marido, Bill Clinton, puso en marcha en 1993 para que el crecimiento de EE.UU. volviera a materializarse.
Sin embargo, si ganara Donald Trump sería mucho más difícil saber qué medidas tomaría respecto a ello y bajo estas circunstancias. Su programa económico propone medidas interesantes, como bajar el impuesto a las empresas al 15%, pero también propuestas absurdas y peligrosas, como romper los acuerdos comerciales existentes e imponer altos impuestos a las importaciones.
En estos últimos meses del año vamos a tener la oportunidad de discutir (una vez más) el papel del Estado en la economía. Desafortunadamente, es un debate sistemáticamente imperfecto porque está influenciado por la ideología cuando debería prevalecer el pragmatismo.
El gasto público no es ni bueno ni malo, y ciertamente no es una solución milagrosa, como se ve en el ejemplo de Japón. Su efectividad depende del diagnóstico económico y su implementación. No obstante, interpretamos como una buena noticia que los políticos y gobiernos actuarán y que la política monetaria ya no va a sustituir a la política fiscal, como se ha venido haciendo desde el 2008.
Tradicionalmente, el debate se ha centrado en gobierno grande frete a gobierno pequeño, pero esta oposición no tiene ningún sentido en un mundo globalizado, donde el Estado necesita regular aún más las finanzas y enfrentar los desafíos que supone el cambio climático. En su defecto, lo correcto sería hablar de un gobierno inteligente: un gobierno que se apoya en las nuevas tecnologías para reducir los costes operativos, que enfrenta el problema de la caída de la productividad y que desarrolla una verdadera política industrial, algo que nunca se hizo en los últimos 25 años en la mayoría de los países ricos.
Mi mensaje a los gobiernos: Cueste lo que cueste, aléjense del anticuado proteccionismo y entiendan que es una pérdida de dinero y tiempo apoyar industrias que están condenadas a caer. Esas estrategias tienen cero posibilidad de triunfar.