En primer lugar, porque la crisis sanitaria dista de estar totalmente controlada pues, aunque en la mayor parte de la OCDE los nuevos casos llevan semanas cayendo, la tendencia en muchos países emergentes (Brasil, Perú, Chile, Rusia, etc) es la contraria, lo que sitúa el número de contagios diarios en una cifra superior a las 100.000 personas. Con el problema adicional de que, en estos países afectados, no existen redes sanitarias con capacidad de respuesta, ni tampoco recursos económicos para afrontar las necesidades de economías con elevadas dosis de informalidad. Precisamente, esto es lo que destacaba esta semana el Banco Mundial, cuando advertía que, aunque la mayoría de los países desarrollados han pasado lo peor de la epidemia y han iniciado la reapertura de sus economías, los más pobres están ahora en el centro de ella, especialmente América Latina y el Caribe con el 44% de las nuevas muertes por coronavirus. Es probable que el impacto económico sea más grave en las economías emergentes y en desarrollo (MEED), dado el menor margen fiscal y la gran dependencia externa de estos países: comercio mundial, turismo, exportaciones de materias primas, flujos de capitales, etc. El resultado de todo ello es que los países en vías de desarrollo se contraerán por primera vez en 60 años (-2,5%, estimado), mientras las rentas caerán un 3,6%. Y, lo más preocupante, es que entre 70 y 100 millones de personas están en riesgo de caer a una situación de extrema pobreza (ingresos inferiores a 1,9 dólares al día). Este impacto en los países emergentes es la principal diferencia con la crisis anterior, caracterizada por tener su epicentro en el sistema financiero de los países desarrollados.
Además, el Banco Mundial estima que el PIB mundial se reducirá un 5,2% en 2020, 7,7 p.p. por debajo de su propia estimación de enero de 2020 y mucho más pesimista que la previsión del FMI realizada en abril (-3%). Según sus datos, el anterior peor registro para el crecimiento mundial fue en 1982 (+0,9%) y, sobre todo, la caída de la renta per cápita este año (-6,2%) duplicará a la del peor año de la crisis financiera (-2,9%). Es cierto que para el año que viene espera una recuperación dinámica en el escenario central (+4,2%), pero los niveles de PIB no se recuperarán hasta bien entrado el año 2022 (2023 para algunos países). El porcentaje de países en recesión, en términos de caída en el PIB per cápita, también será récord, más del 90% del total, frente al 85% durante la Gran Depresión de 1930-32. Desde 1870, la economía mundial ha experimentado 14 recesiones globales y, según las previsiones del Banco Mundial, la provocada por Covid-19 será la cuarta más severa en este periodo y la peor desde la Segunda Guerra Mundial.
"Es difícil que una recesión tan severa no deje secuelas duraderas en el PIB a través de una disminución de las inversión y la innovación"
En este contexto, la clave serán los efectos estructurales (permanentes) de una crisis que, por sus características, debería dejar un poso más ligero que las ocasionadas por problemas en el sistema financiero. Sin embargo, es difícil que una recesión tan severa no deje secuelas duraderas en el PIB potencial a través de la disminución de las inversiones y la innovación, la erosión del capital humano, el repliegue del comercio internacional y los cambios en las cadenas de oferta globales. También es previsible que la pandemia perjudique el crecimiento de la productividad, que ha sido débil en la última década. Si, como parece, teniendo en cuenta el elevado nivel de capacidad instalada que está siendo infrautilizado, la inversión sigue ausente como en los últimos tiempos, cuando todo esto acabe volveremos a encontrarnos con el riesgo de japonización: bajo crecimiento potencial, escasa inflación, tipos en mínimos, etc. En este sentido, la clave en política económica será utilizar el dinero que se está poniendo encima de la mesa en proyectos y sectores estratégicos, con esquemas de financiación público/privados.
Por tanto, que lo peor de la crisis haya quedado atrás no significa ni que los niveles anteriores de producción los vayamos a alcanzar a la vuelta de la esquina, ni que tengamos asegurado que no se producirá un deterioro permanente en el tejido productivo. Es normal que los mercados hayan reaccionado positivamente ante las primeras lecturas positivas en los indicadores de alta frecuencia, las sorpresas en los datos de empleo y la constatación de que las autoridades económicas pondrán toda la carne en el asador. Pero una lectura demasiado complaciente no incorpora la realidad de la pandemia, ni las cicatrices que puede dejar esta crisis. El desconfinamiento está provocando un importante efecto rebote, pero operar a un 85/90% de la capacidad está muy lejos de constituir un retorno a la normalidad y de asegurar la recuperación de los beneficios por acción en un horizonte de 18 meses. Algo que también se encargó de recordarnos el presidente de la FED en su intervención de esta semana, cuando advirtió que varios millones de norteamericanos tendrán problemas para incorporarse al mercado laboral a corto plazo.
La realidad es que, hasta el cuarto trimestre del año, cuando la visibilidad sobre la evolución de la pandemia haya mejorado y la economía empiece a funcionar con menos respiración asistida de los gobiernos, no sabremos valorar, realmente, los daños permanentes en el tejido productivo. Por tanto, no hay que olvidar que, normalmente, las prisas suelen ser malas consejeras.