Esto ha movido a la institución que preside Christine Lagarde a aprobar una nueva ronda de estímulos monetarios por valor de 500.000 millones, de manera que los gobiernos tendrán asegurado durante un espacio temporal más dilatado una financiación barata para afrontar los costes de la pandemia.
Cualquier observador diría, en primera instancia, que esto constituye una buena noticia. Y en efecto lo es por algunos motivos. Si el BCE no acabara este año comprando casi 150.000 millones de deuda pública española, el Gobierno sería incapaz de pagar a los funcionarios ni de hacer frente a la factura abultadísima de las pensiones. De manera que promover unas condiciones favorables para los estados, incluida España, en las circunstancias más críticas desde la Gran Depresión es una de las funciones cruciales del BCE, y la está cumpliendo a rajatabla. Pero este es un hecho que debería incitar a la prudencia y también al activismo del Gobierno. A la prudencia porque no se ajusta a la verdad que haber colocado bonos a tipos de interés negativos tenga que ver con la política económica del Gabinete, ni suponga respaldo alguno a la misma, sino que es la consecuencia del apoyo masivo del banco central de Francfort.
Debería propiciar el activismo del Ejecutivo porque sería muy desaconsejable que la continuidad de las inyecciones monetarias del BCE lo disuadieran de ejercer las dos clases de políticas que están en su mano para aumentar el potencial de crecimiento del país: la política fiscal y la política de reformas estructurales. La señora Lagarde se escuda en que es la Comisión Europea la que tiene que poner orden en los estados miembros y conminarlos a que impulsen los cambios precisos para descargar las cuentas públicas de gastos ineficientes, así como para generar empleo con más empeño y velocidad. De hecho, la mitad de los fondos que llegarán a nuestro país a plazos de partir del año que viene están condicionados al cambio de la estructura productiva del país. Pero de momento, no hay evidencias de que los gobiernos del sur de Europa, a los que más beneficia con claridad la política expansiva del BCE, hayan tomado buena nota.
Algunos expertos, por otra parte, opinan que quizá el BCE puede estar pasándose de rosca. Y la explicación es bastante sencilla. El apoyo ilimitado de Francfort es vital para España, para Italia, y para los estados en peores condiciones. Es un chute adicional de oxígeno. Les salva la vida, aunque por el momento, cabría decir. Impide que la prima de riesgo de la deuda aumente como debería, dado el nivel desastroso de las cuentas públicas. Es un narcótico.
La pregunta relevante es hasta cuándo van a durar sus efectos. No se sabe, pero lo que cabe descontar por completo es que se prolonguen más allá del año próximo. Ya estamos acostumbrados a que, pasado un tiempo, los resortes de la economía se tomen su venganza. En el momento en que el BCE dé algún signo de que restringe su intervencionismo actual, y que esto siga coincidiendo con la pasividad contemporánea de los gobiernos en lo que respecta a las reformas estructurales, las circunstancias climatológicas se pueden convertir en muy adversas. En 2022, que ahora parece un año muy lejano, todos los excesos cometidos en nuestro país en términos de gasto público y de déficit gigantesco; una vez que se compruebe que muchas de estas desviaciones han tenido menos que ver con la pandemia que con las opciones de política económica, el espejismo en el que vivimos ahora puede hacerse trizas.
El Banco de España lleva insistiendo con denuedo en que, aunque las reglas fiscales de la Unión Europea estén momentáneamente suspendidas, el Gobierno tiene que diseñar un plan de consolidación presupuestaria a medio plazo que contemple una reducción progresiva del déficit y vaya aliviando progresivamente la presión sobre la deuda, porque la actual relajación de los compromisos no es sostenible en el tiempo y será más acuciante ir revirtiéndola a medida que mejore la evolución de la actividad, cuando los programas de vacunación vayan insuflando dosis de confianza sobre la marcha de los negocios.
Mientras tanto, la única manera de conjurar un escenario dramático a corto plazo son las reformas estructurales. Ahora que la Unión Europeo nos va literalmente a pagar por hacerlas sería una irresponsabilidad no impulsar las que están pendientes desde hace décadas. La Comisión Europea nos compele, por ejemplo, a ordenar de una vez por todas el sistema de pensiones, y el preacuerdo al que se ha llegado en el Pacto de Toledo para mantener la revalorización de las jubilaciones según el índice de Precios de Consumo real, por ejemplo, no es una buena idea. Es una decisión que desgraciadamente impulsó el PP, desdiciéndose de la norma sensata que él mismo había aprobado y que imponía la eventual actualización en función del estado de las cuentas de la Seguridad Social. Por eso insistir en este aspecto, sin hacer una reforma integral del modelo, no parece demasiado oportuno. Lo más revolucionario sería aprovechar los fondos que van a llegar de Bruselas para hacer una transición entre el actual sistema público de pensiones y uno de capitalización privada, que ha tenido éxito indiscutible allí donde se ha probado pero que parece una pretensión demasiado ambiciosa, dada la falta de consenso entre los partidos para proceder a una alteración de las normas de juego de tal calado, a pesar de que serían netamente beneficiosas para el conjunto de los implicados.
Entretanto, parece igualmente inoportuno reducir el límite máximo de desgravación a los planes privados de pensiones desde los 8.000 euros actuales a los 2.000 euros a partir de 2021. Es una medida que castigará a una gran parte de la clase media que todavía tiene la posibilidad de ahorrar, y desde luego no contribuirá a la capitalización que tanto necesita el país. Está muy bien impulsar los fondos de pensiones de empleo de las empresas avalados por el Estado bajo gestión privada, pero está iniciativa no debería ser incompatible con seguir manteniendo los estímulos fiscales para los planes individuales de jubilación. Si queremos de verdad incentivar el ahorro de previsión, es fundamental que los ciudadanos vean fiscalmente recompensado sus esfuerzos de manera inmediata, y esto tampoco ocurre en estos momentos, en los que el sistema sólo permite diferir el pago del impuesto sobre la renta, cuando lo más aconsejable sería equiparar la fiscalidad de los planes de pensiones a las rentas del capital, fortaleciendo el atractivo de esta clase de inversión y de ahorro a largo plazo.
Otra de las cuestiones en las que Bruselas apremia a España es la reforma del mercado laboral. La historia de nuestro país en este aspecto es siniestra. Jamás hemos dejado de ser el estado con más alta tasa de paro de Europa, ni siquiera en los tiempos de mayor bonanza. Durante las recesiones destruimos puestos de trabajo masivamente; durante las expansiones, los creamos a bastante más ritmo que el resto, pero sin que sea suficiente para quebrar el estigma de tener el desempleo más abultado de los países grandes y desarrollados. La única explicación de este fenómeno insólito es que las instituciones del mercado laboral son muy ineficientes. Que predomina la rigidez o la falta flexibilidad para que las empresas se adapten a las circunstancias del ciclo, que los costes del despido siguen siendo elevados, que la descentralización de la negociación entre empresarios y trabajadores no todo lo intensa y fluida que debería y que, muy probablemente, el salario mínimo es elevado, impidiendo que las personas más jóvenes y aquellas que tienen menos cualificación encuentren lo más rápidamente posible acomodo en el mercado laboral legal.
Estos son los llamamientos que hace la Unión Europea y las deficiencias que deberían ser corregidas aprovechando los fondos que llegarán. Sería una pena que no aprovecháramos esta circunstancia única en la historia: que por primera vez te paguen por hacer reformas, que subvencionen con fondos públicos solidarios aquella clase de políticas que de manera autónoma deberían haberse impulsado en España desde tiempo inmemorial. Por eso cualquier desviación o canto de sirena sobre lo que el BCE, la Comisión Europea, el Banco de España y todas las instituciones públicas y privadas respetables consideran no sólo lo ortodoxo sino la conveniente -mucho más en los momentos críticos que vivimos- sería imperdonable y sobre todo trágico para el futuro del país.
Artículo patrocinado por Banco Santander